Cuando pasaba por la casa abandonada de día
nunca llegaba a ver siquiera una persona, cerca ni dentro de ella. Sin embargo,
una vez, de noche, me pareció vislumbrar luces que se movían en el interior. Intrigado,
decidí visitarla.
Era mediodía cuando me
acerqué. Estaba a unos cien metros del camino. Se veía en ruinas. De las
ventanas solo quedaban las aberturas. Las puertas estaban desvencijadas. El lugar
olía a mustio, a agrio. Recorrí las habitaciones tomando docenas de fotos. Buscaba
resabios de sus últimos ocupantes o algo inesperado. Las filtraciones de agua
habían causado el derrumbamiento de casi todos los techos y con ello el
deterioro de los interiores; el lugar resultaba inhabitable.
Al llegar al final
de un pasillo noté una puerta entreabierta. Daba a una habitación en mejor estado
que el resto; el techo estaba intacto. El empapelado era de color topo con
pequeños dibujos de brujas, las tradicionales, feas, con grandes narices,
vestidas de negro, con sombreros enormes terminados en puntas, montadas en
escobas primitivas. En una de las paredes el papel estaba medio despegado.
Hurgando descubrí que era el borde de una puerta oculta y pude abrirla. Entré a
una habitación muy pequeña, sin ventanas, iluminada por la luz de una claraboya,
aun sana. No había nada excepto un espejo muy grande, apoyado contra la pared. En ese momento tuve la impresión de que no
estaba solo. Sorprendido, girando rápido, miré a mí alrededor; pero no vi a
nadie. Todavía inquieto, decidí registrar el momento e irme. Tomé mi cámara y
apuntando desde la cintura, saqué la última foto, una de mi imagen reflejada en
el espejo. Fue suficiente, había visto lo que quería y experimentado algo
diferente.
La exploración me dejó
lleno de imágenes provocativas y me alejé del lugar pensando en ellas,
especialmente los artículos que habrían estado en contacto con sus habitantes;
ropa, zapatos, sombreros y los desnudos requechos de muebles y decorados. Al
cruzar lo que debería de haber sido el jardín, el perfume de flores silvestres
acompañó cada uno de mis pasos.
Esa misma noche, curioso
por evidenciar lo que captó la cámara, descargué las fotos en la computadora y
comencé a observarlas. Todo parecía normal hasta que llegué a la última. Fue
entonce cuando la descubrí. Al lado de mí figura, pude distinguir la nítida imagen
de una anciana, delgada, de baja estatura, con abundantes cabellos canosos completamente
despeinados. Estaba envuelta en una deshilachada bata gris. Su cara, de tez
oscura, llena de arrugas, esgrimía una amplia y desdentada sonrisa. Y sus ojos,
como los míos, eran verdes.
Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013 SUS OJOS 20100726 B11
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