miércoles, 25 de diciembre de 2013

Discordia



─ Vestite.
─ ¿Ya?
─ Necesito hablarte.
─ ¿De qué?
─ Nos conocimos hace seis meses ¿no?
─ Creo que si.
─ Necesitaba compañía…
─ ¿Para qué volver a eso?
─ Es que me acuerdo y me da rabia.
─ No te podés quejar.
─ No, no me quejo. No he conocido a nadie tan excitante como vos.
─ Y, quien sabe,  sabe.
─ Si, lo viniste haciendo muy bien. Para eso, sos genial.
─ Por eso seguís conmigo.
─ Hasta ahora, pero no más. Nuestra relación…
─ ¿Relación? ¿Que relación?
─ ¿Cómo es que se llama esto entonces? Cogemos todas las semanas por más de seis meses y todavía me preguntás; ¿Que relación?
─ Mirá, no quiero que te hagas fantasías por algo que nunca existió.
─ Tenés razón. Me ilusioné, pensé que tendrías interés en mí, pero no, nada de eso. Para vos fue solo un negocio.
─ Es un contrato y yo lo cumplo.
─ Sé muy bien lo que sos; te estuve pagando para que me hicieras el amor.
─ Esa es la realidad.
─ Me demandaste más tan fríamente, justo después de hacerme gozar tanto.
─ Es que lo valgo.
─ Fue como una bofetada. Mi fantasía se rompió, en ese instante.
─ Tardaste en caer.
─ Si, ahí me cayó la ficha. Me estaba engañando, lo sé.
─ Ahora sabés la verdad; te di y te doy lo que querés.
─ Si, pero este es el final, no doy más. En algo fallaste.
─ ¿Fallar yo? ¡Yo nunca fallo! Vos me pagas y yo cumplo.
─ Qué horrible. Como quiera que se llame, quiero terminarlo ahora.
─ Estás cometiendo un gran error, te soy indispensable y no te das cuenta.
─ Puede ser pero no quiero seguir. No necesito más tus servicios.
─ ¿Sabés lo que estás por hacer?  Me vas a extrañar…
─ No me importa. Tomá, aquí esta el dinero de hoy. ¡Andate!
─ Sé que te vas a arrepentir, vas a salir a buscarme.
─ ¡Basta! ¡Andate!
─ Bueno… ya sabés dónde encontrarme.
─ Dejame abrirte la puerta.

Enrique, te olvidaste de los nombres. Los roles fueron bien definidos pero dejaste sin explicitar el sexo de los personajes. No se puede saber si son dos hombres o dos mujeres, si quien paga es un hombre a una mujer o si una mujer es quien paga a un hombre.


Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013  DISCORDIA 20110626 B13 W402 131210


Aparicion


Julio toma un café en la esquina, sentado en una mesa de la vereda, mirando a la gente que pasa. A media cuadra de distancia ve acercarse a una mujer que le parece familiar; se parece a su esposa. ¡¿Mi esposa?!  No puede ser!  reacciona él. Cuanto la mujer más se acerca, más nervioso se pone él, hasta llegar al espanto.

         “mi esposa   algo anda mal   no puede ser  ella está muerta bien muerta desde hace seis meses  bajo tierra en un féretro un muerto no anda por la calle me acuerdo de todo  la puta me engañaba  los sorprendí en cueros discutimos en la cocina me dio un cachetazo  me puse furioso el cuchillo largo fino se lo clavé en el pecho  sangre por todos lados  sin parar  otra otra otra vez más  terminé  le di el cuchillo al amante mirando sin hacer nada  salí corriendo   la maté   vi cuando la enterraban   uy Dios milagro me salvé  culparon al estúpido amante  cobré el seguro de vida  tengo la suma en el banco”

         Esa mujer que se parece a su esposa, está saliendo de entre la multitud y viene directamente hacia él. Se detiene delante de su mesa y se sienta frente suyo. Él no sabe qué pensar ni qué hacer: Le da un ataque de pánico total. Se queda inmóvil, sus ojos fijos en los de ella. La mujer que él sabía muerta, ahora aparece, como si estuviera viva y está mirándolo. No sabe qué decir. Quiere hablarle y no puede… Las palabras no le salen. Extiende el brazo derecho y con la punta de su dedo índice intenta tocarle la cara… pero tiembla y no puede llegar a destino, no se anima. Renueva el intento de hablar y lo hace tartamudeando:
         ─ ¿Q  q… …quién s sos?
         ─  Hace mucho que no me tocabas. ¿Querés tocarme? ¿Quién soy? Sos el mismo loco de siempre.
         ─ Si, ¿Quién sos?  ¡¿Quién sos?!
         ─ Quien voy a ser, soy Mara y me siento bien. ¿Y vos, cómo estás? No parecés estar muy bien, tenés pinta de espantado, todo transpirado.
         ─ ¿Yo? Pero… no entiendo… me hablás. ¿Qué está pasando?
         ─ Si, estoy aquí, te hablo ¿Que te sorprende? ¿Te sentís bien? Estás muy pálido. Parece como si hubieras visto a un fantasma. ¿Querés un vaso de agua?
         ─ ¡Mozo! Por favor tráigame un vaso de agua. ─ Él suplica y agrega ─ ¡Vos Mara, estás muerta, muerta!
         ─ ¿Queé ¡¿Qué estás diciendo?! Ah, ya sé, me estas cargando…
         ─ Yo fui… t… testigo de tu muerte y de tu entierro!
         ─ ¡ ¿Muerta yo?! No me hagas reír. Eso es algo tan bizarro que da pena.
         ─ ¡Esto no puede ser, es imposible que estés viva!
         ─ Ya me estoy dando cuenta. Me parece que te entiendo. Me odias tanto que imaginaste que me matabas y me enterrabas, ¡¿eh?! ¿Es eso?
         ─ ¡Decime quien sos maldita!
         ─ Sí, debe ser eso, una vez que tu esposa quedaba eliminada del asunto, la herencia y el seguro eran todo tuyos, no? ¿Es eso? Un sueño para vos, ¿eh?
         ─ ¿De que estas hablando, carajo? ¡Sos una impostora!
         ─ Mírame bien ¡Nuca estuve más viva que hoy! Te estás divorciando de mí.
         El vecino de mesa se acerca y pregunta si puede usar una de las sillas.
         ─ Cómo me pregunta eso, no ve que están ocupadas? ─ Le grita él.
         El hombre, se queda mirándolo a Julio por unos segundos y luego se encoje de hombros y se va sin silla alguna. La discusión continúa.      
         ─ ¿Qué te pasa? Te lo pregunto de buena onda. ¿Estás bien? Sé que hemos estado separados por unos meses ¿Pero que ya te hayas olvidado de mí? ¿Cómo puede ser? ¿Y qué no me reconozcas? Eso si que es pura chifladura.
         ─ Aquí esta el vaso de agua señor. ¿Desearía algo más? Le dice el mozo
         ─ Qué carajo… todos interrumpen, no se puede hablar tranquilo. Dejáme pensar… si traeme un té común y unas tostadas, con algún dulce, son para ella.
         ─ Como no señor… ¿Para ella dijo? ─
         ─ ¡Si, para ella! ─ Le grita él.
         ─ Discúlpeme señor…─ Le dice el mozo, alejándose.
         ─ No, no lo puedo entender. ¡Esto es una pesadilla! ─ Dice Julio
         ─ ¿Acaso no te importa verme?
         ─ No sé. ¡Pienso que esto es una trampa o que me estoy volviendo loco!
         ─ No, no te estás volviendo loco, te estás haciendo el loco. ¡Aquí me tenés! ¡Soy yo, aquí estoy, vivita y coleando!
         ─ Por favor… no me mientas más… decime la verdad: ¿Quién sos?
         ─ Soy Mara, tu esposa, estúpido… bueno, casi ex esposa. Estámos por divorciarnos, sí o no? ¿Por qué estas sorprendido de verme viva?
         ─ ¿Qué? ¿De qué estás hablando? Esto no es una fantasía mía, estás muerta! ¿Sabes? ¡Muerta! No hay otra.
         ─ Mirame bien… muerta?
         ─ Oh ahora caigo, entiendo ¡Vos sos una impostora! …
         ─ ¿Una impostora? ─ dice ella con sorna.
         ─ A lo mejor sos una hermana melliza de Mara, una que yo nunca llegué a conocer. ¡Te enteraste de su muerte y viniste a chantajearme!
         ─ ¡Nunca tuve ni hermanas ni hermanos, estúpido!
         ─ ¿Eh, decime? ¡¿Sos la hermana y esto es un engaño, no?! ─ Julio le grita.
         Los vecinos de mesa miran.
         ─ Bueno, parece que mi presencia es demasiado para vos… te estás haciendo el loco, o quizás esta vez sí que necesitás ver a un psiquiatra.
         ─ Siempre fuiste una porquería y ahora, muerta… ¡Lo sos más!
         ─ Bueno, me voy Julio. Solo quise verte para hablar sobre el divorcio, pero parece que eso no puede ser. En la próxima ronda vas a estar hablando con alguien tan vivo como yo, pero más piola… con mi abogado. Mejor me voy.
         Él no atina siquiera a decir una palabra. Se queda tieso, solo la mira, mientras ella se aleja moviendo su trasero en forma sensual y desaparece entre la gente.
         El mozo llega con el té y las tostadas.
         ─ Dejalo nomás. Y traeme un whisky doble.


Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013 APARICION 20110521 D10 W1014 131210


domingo, 29 de septiembre de 2013

Sus Ojos

  
          Cuando pasaba por la casa abandonada de día nunca llegaba a ver siquiera una persona, cerca ni dentro de ella. Sin embargo, una vez, de noche, me pareció vislumbrar luces que se movían en el interior. Intrigado, decidí visitarla.
           
         Era mediodía cuando me acerqué. Estaba a unos cien metros del camino. Se veía en ruinas. De las ventanas solo quedaban las aberturas. Las puertas estaban desvencijadas. El lugar olía a mustio, a agrio. Recorrí las habitaciones tomando docenas de fotos. Buscaba resabios de sus últimos ocupantes o algo inesperado. Las filtraciones de agua habían causado el derrumbamiento de casi todos los techos y con ello el deterioro de los interiores; el lugar resultaba inhabitable.
         Al llegar al final de un pasillo noté una puerta entreabierta. Daba a una habitación en mejor estado que el resto; el techo estaba intacto. El empapelado era de color topo con pequeños dibujos de brujas, las tradicionales, feas, con grandes narices, vestidas de negro, con sombreros enormes terminados en puntas, montadas en escobas primitivas. En una de las paredes el papel estaba medio despegado. Hurgando descubrí que era el borde de una puerta oculta y pude abrirla. Entré a una habitación muy pequeña, sin ventanas, iluminada por la luz de una claraboya, aun sana. No había nada excepto un espejo muy grande, apoyado contra la pared.       En ese momento tuve la impresión de que no estaba solo. Sorprendido, girando rápido, miré a mí alrededor; pero no vi a nadie. Todavía inquieto, decidí registrar el momento e irme. Tomé mi cámara y apuntando desde la cintura, saqué la última foto, una de mi imagen reflejada en el espejo. Fue suficiente, había visto lo que quería y experimentado algo diferente.
         La exploración me dejó lleno de imágenes provocativas y me alejé del lugar pensando en ellas, especialmente los artículos que habrían estado en contacto con sus habitantes; ropa, zapatos, sombreros y los desnudos requechos de muebles y decorados. Al cruzar lo que debería de haber sido el jardín, el perfume de flores silvestres acompañó cada uno de mis pasos.
        
         Esa misma noche, curioso por evidenciar lo que captó la cámara, descargué las fotos en la computadora y comencé a observarlas. Todo parecía normal hasta que llegué a la última. Fue entonce cuando la descubrí. Al lado de mí figura, pude distinguir la nítida imagen de una anciana, delgada, de baja estatura, con abundantes cabellos canosos completamente despeinados. Estaba envuelta en una deshilachada bata gris. Su cara, de tez oscura, llena de arrugas, esgrimía una amplia y desdentada sonrisa. Y sus ojos, como los míos, eran verdes.


Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013 SUS OJOS 20100726 B11 W435 130926     

La Ideal


         Sabrina se acerca a Edgardo, su esposo y le dice:
─ Querido, me gustaría ir a cenar con mis amigas. ¿Está bien?
─ Sí amor ─ responde él ─ está bien, yo necesito una noche tranquila.
─ Bueno, entonces no me esperes hasta tarde.
─ De acuerdo, que te diviertas.

         Son las diez de la noche y Edgardo está solo, mirando por la ventana del living, absorto en sus pensamientos. Saca su celular y hace una llamada.  
─ Hola Rosita. ¿Como andás?
─ No puedo confundir tu voz. Yo bien. ¿Y vos amor?
─ Pensando en vos, qué más.
─ Me alegro porque yo te extraño mucho.
─ Qué suerte que tengo.
─ ¿Cómo es que me llamaste? ¿Tu esposa salió con las amigas?
─ ¿Cómo adivinaste?
─ Intuición de mujer soltera… y con mucha experiencia.
─ Sí, estoy solo y me dieron ganas de aprovechar la noche… con vos.
─ Sos un consentido, sabes que nunca te voy a decir que no.
─ ¿Qué te parecen unos tangazos?
─ ¿Vos decís hoy, ahora?
─ Sí en la Ideal, yo puedo estar ahí en media hora. ¿Qué decís?
─ Sí amor, me gusta mucho la idea, unos ochos me vendrían rebién.
─ Vamos entonces.
─ Te veo en la milonga, feo.
─ Te espero en el bar, linda.

         Edgardo entra en la Ideal y va directo a tomarse un trago. Cuando ve entrar a Rosita, le hace una seña. Al llegar, se dan un abrazo. Encuentran una mesa bien ubicada. Suenan los compases de “Nada”, la voz de María Graña sumerge al salón en melancolía. Ambos se miran sonriendo y no esperan nada. Sin decir una palabra, se calzan los zapatos tangueros y se apresuran a la pista. Bailan muy apretados, como sólo lo hacen quienes se conocen bien. Los movimientos se coordinan sin esfuerzo, parecen un solo cuerpo que se desliza a ritmo sensual.

         Ahora están bailando el valsecito “Yo no sé que me han hecho tus ojos” cuando, entre las parejas, en el lado opuesto de la pista, Edgardo descubre a su esposa bailando con alguien que él no conoce. Haciendo giros y pasos forzados se acerca a ellos y cuando están a unos pocos metros, las miradas de los esposos se cruzan. Ella se sobresalta. Después de una vuelta se miran otra vez. Él le sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Edgardo le hace un gesto con los ojos y ella asiente con su cabeza. Al finalizar la tanda ambos esposos inventan excusas y dejan a sus parejas.

         Se encuentran en el bar, Sabrina lo toma por la cintura y lo arrima a su cuerpo. El le acaricia el pelo y besa su frente. No se dicen nada, empiezan a caminar con las manos entrelazadas, moviéndose paso a paso al ritmo de Horacio Salgán “A Fuego Lento”. El tango los acompaña mientras pasan detrás de los cristales de la confitería rumbo a la puerta de salida.

          Después de esperar un rato el compañero de Sabrina la busca por todo el salón, sin éxito. Está perplejo. En una mesa cercana ve a unos ojos tristes y brillantes que observan a los suyos; son los de Rosita. Él la cabecea y ella acepta con una sonrisa. Suena “Bandoneón Arrabalero”, ella se levanta justo cuando él llega y de inmediato el varón rodea su cintura y ella apoya la mano en su hombro. Los movimientos de ambos dibujan pasos con la confianza de los que bailan mucho y saben disfrutarlo.


Cuento de Enrique van der Tuin Copyright 2013  LA IDEAL  20091130 C9 W607 120927 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Danzas Rituales

        Siempre que hay una acción, para mantener el balance, se origina una reacción, una fuerza, un movimiento de naturaleza complementaria o contraria. Así funciona el universo y así funcionan las parejas.

         Estos movimientos y reacciones, se asemejan a pasos de danzas que las parejas repiten, sin necesariamente estar ellos conscientes. Desde la primera acción de uno, el otro se siente obligado a dar el paso adecuado, el correspondiente. Así se inicia la secuencia, turno tras turno, pasos iguales a las veces anteriores, no importa cuanto tiempo haya pasado desde la última. Lo mismo pasa en la secuencia final, todas las danzas concluyen con el mismo desenlace. Después el consabido aguardar la próxima vez y prepararse  para el momento de reiniciar, el mismo, irresistible ritual.
        
         Así sucede entre Marta y Mario. Uno de ellos habla y el otro no conecta. Quizá porque lo hace en un tono demasiado bajo, muy rápido, muy despacio, con palabras diferentes o algún otro motivo. El resultado es el mismo: el otro no oye, no alcanza entender… o no quiere oír… y reacciona;  En un par de intercambios… ya están bailando!

         Vean si no: Una vez estaban poniendo la mesa para almorzar. Mario sacó la fuente de barro del horno y usando un guante aislante la puso sobre un disco de madera y la transporto cuidadosamente al comedor. Al entrar, se cruzó con Marta y le dijo que tuviera cuidado, que “están que pelan”. Cuando se sentaron a la mesa, lo primero que Marta hizo fue levantar la tapa de la fuente sin usar ninguna protección. Los dedos se le quedaron pegados a la manija. Largó un gran alarido. El agua fría y la novocaína no fueron suficientes para aliviar su dolor ni evitar que se le formen ampollas. Empezó a maldecir a Mario por no avisarle que la fuente y la tapa estaban tan calientes, él lo negó y fue negando cada vez y ella continuó reprochándole por meses y meses…  

         Otra vez estaban yendo a cenar al restaurante del barrio. Marta manejaba. Estacionó el auto frente al restaurante, en la mano izquierda de la calle. Le avisó a Mario que no se bajara todavía, que venía una camioneta roja. El, abstraído, abrió la puerta de un golpe. Tuvo suerte de que sólo fue la puerta y no él, la que quedo tirada en el pavimento. Mario, todavía en shock le gritó a Marta que todo pasó por su culpa. No fueron a cenar. Seis meses más tarde él sigue recriminándola por estacionar en la vereda izquierda de la calle, por no avisarle que venía tráfico y por el costo de reparar el auto. Cada vez él, la refuta, airado.

         Como por designio, continúan así, sin cambiar de actitud, jugando los mismos juegos, bailando las mismas danzas, propiedad de la pareja.

         Son las ocho de la mañana, Marta se despierta y mira el reloj. Empuja a Mario para despertarlo. El gruñe y antes de abrir los ojos escucha una voz estridente, con mal aliento, diciéndole:
         ─ ¡Otra vez te olvidaste de poner el despertador! ¡Levantate! Siempre lo mismo con vos, ¡¿Será posible ché?!
         El se sienta en la cama y la mira con ojos llenos de furia. Abre la boca como para decir algo y la cierra sin decir nada. Sale de la cama y camina a tientas.
         ─ ¡Apurate! Tomá una ducha rápida que te caliento el café, movete que los minutos pasan, no tenés más tiempo. ¡Dale!
         Mario, en vez de dirigirse al baño; se viste. Después saca una valija del placard y la empieza a llenar con ropa. Una vez que no cabe nada más, la toma y comienza a bajar las escaleras.
         ─ ¿Ya terminaste de bañarte? ¡Como puede ser que ya estés vestido! ¿Qué hacés con esa valija? ¿Estás loco?
         El sigue bajando, deja la valija cerca de la puerta y va hacia la cocina. Toma un sorbo del café que ella le había preparado y con gesto de asco lo escupe en la pileta y vuelve hacia la puerta de entrada.
          ─ ¿¡Que te pasa ché, que carajo te pasa ahora?! Hablame, decime. No me digas que vas a hacer la misma escena otra vez…
         Mario tiene una expresión fría en sus ojos, las cejas fruncidas, la comisura derecha de su boca torcida hacia abajo. Se acerca a la puerta y da vuelta a la llave, levanta la valija, baja el picaporte, la abre, sale y antes de poder cerrarla, escucha:
         ─ ¡Andate, miserable! ¡No vuelvas más!    
Ella se queda allí, con los brazos en cabestrillo y los ojos fijos en la puerta. Tiene los dientes apretados. Oye el ruido del auto que arranca, sigue así por un rato y después se aleja.
           

Es la mañana siguiente, son las siete. En la mesa hay un desayuno de jugo de naranjas, huevos revueltos no muy firmes, dos lonjas de tocino crocantes, tostadas de pan de centeno, recién hechas y una cafetera llena del brebaje colombiano que a él tanto le gusta. Marta viste un deshabillé casi transparente. Se oye llegar el auto, el girar de la llave en la cerradura, el bajar del picaporte y el roce de la puerta que se abre…

Copyright Enrique Van der Tuin, 2013